Viene Francisco, el líder espiritual más importante del mundo occidental, el jefe de la Iglesia más grande del planeta, el sucesor de Cristo en la tierra. Viene el hombre que por primera vez en más de mil años destronó a un europeo del sillón de Pedro, un latinoamericano de la finis terrae. Alguien que habla nuestro idioma, que nació y fue criado en una familia y barrio sudamericano, que tiene amigos y parientes en este lado del mundo, un hijo de inmigrantes trabajadores, que conoce la opción preferencial por los pobres de esta Iglesia, que sabe de esperanzas rotas y de marginados que no logran entrar en el sistema. Un hombre que pide hacer vida palabras que se predican como fraternidad, solidaridad y  justicia.

Llegará al país un sacerdote que, ascendido al Papado, conoce las luces y sombras de este continente que representa el 47% de los católicos del mundo. Un argentino, Jorge Bergoglio, vecino y hermano nuestro de allende la cordillera de Los Andes; que siendo obispo bonaerense se trasladaba en bus y Metro, que dos veces presidente de la conferencia episcopal con dureza enrostró una y otra vez la pobreza y crisis de valores de su país. Viene el mismo que siendo un joven seminarista jesuita completó sus estudios acá en Chile. Entonces, ¿cómo no festejar su llegada en enero de 2018 a esta que en parte es su tierra, su gente y su aire?

Pero no se trata de un chauvinismo barato, sino de la profunda y serena alegría de recibir a un hombre que nos conoce desde hace tiempo y desde adentro. A quien no podemos mentirle ni hacerle teatro, alguien que no necesita estudiarnos ni que nos presenten. Un Papa que nos vio de pantalón corto. ¿Qué nos dirá ahora, cuando ya hemos pegado el estirón? ¿Con qué país se encontrará Francisco el Papa?

Francisco llega en un tiempo de interregno. En enero, después de las elecciones presidenciales y antes de que asuma el próximo Mandatario. Llegará en el lento final y antes del inicio embrionario. Aterrizará en la espera llena de anhelos para unos, de aprensiones para otros. Su visita puede ayudarnos a una profunda reflexión de la sociedad que construimos y soñamos para el país, puede empujarnos a una retrospectiva histórica e identitaria de quiénes somos, de cuáles son nuestros valores esenciales, de lo que esperamos conservar y debemos enmendar. Puede llevarnos a estirar la pausa estival para reencontrarnos con nuestra cultura chilena más allá de los índices económicos, para pensar sobre cuáles compromisos éticos e históricos son parte de nuestra esencia.

En este sentido, Francisco viene para todos, cristianos y no cristianos, para reencantarnos con nuestras raíces y levantar ideales. Para restituir con su palabra y ejemplo la autoridad moral y ética de la Iglesia. Decirnos que frente al predomino del dinero y a la pobreza espiritual, frente a la agresividad violenta en el trato y a la falta de vida interior y de solidaridad, hay un sustrato de nación que valora la vida y su desarrollo en plenitud. Que hay más que el dinero, que hay más que fútbol para vibrar, que hay un alma que insuflar.

En un país que a ratos parece llevar el peso de muchas cargas, Francisco puede ser el mensajero de la esperanza y la alegría. Sus dos exhortaciones hablan de ello: Amoris Laetitia, la alegría del amor en la familia, y Evangelii Gaudium, la alegría del evangelio. Hay católicos que viven como en una Cuaresma sin Pascua, ha observado, y eso el Papa no lo soporta. Ante la tristeza del individualismo (“el desarrollo tecnológico produce placer pero no alegría”, ha dicho), el desafío es recuperar la felicidad de sentirse hijos de Dios, la alegría en la vida cotidiana, en las pequeñas cosas.

Los lugares seleccionados para su visita son emblemáticos. Iquique, cerca de La Tirana, la espectacular fiesta mariana de Chile y la ciudad con mayor número de inmigrantes del país; junto a Temuco, capital de la novena región de La Araucanía, epicentro de las mayores disputas y violencia mapuches. El Papa pone el dedo en nuestras llagas. Mueve a ver al otro, al distinto y necesitado. Su visita puede ser vista como un llamado al encuentro, al diálogo con la diversidad, sobre todo con la marginada del desarrollo. Su preferencia por los inmigrantes ha sido tan rotunda que su primer viaje al extranjero como Papa lo hizo a Lampedusa, la isla del Mediterráneo repleta de refugiados sirios; y en Lesbos adoptó, llevándose a Roma a varias familias de refugiados y pidiendo a las parroquias del mundo un gesto similar. Ha denunciado con insistencia la “globalización de la indiferencia”, la falta de lágrimas y de misericordia por las miserias de otros, cuestión que viene a remecernos acá.

Como latinoamericano y argentino, Francisco es nuestro. Tal vez muchas de las cosas que diga puedan dolernos o al menos agitarnos, pero ojalá no nos dejen indiferentes. Es cierto que el Papa viene a un Chile diferente del que acogió hace 31 años a Juan Pablo II. Un Chile donde la Iglesia Católica ha mermado su voz en cuestiones centrales de la vida pública, pero también llega a un país que aún reconoce mayoritariamente su religiosidad cristiana, que aprecia y vive en familia y siente una profunda nostalgia por una ética y moral en sus instituciones, líderes políticos y sociales. Francisco es un hombre que, por su coherencia y autoridad moral, ha conmovido al mundo. Medios para nada confesionales —como las revistas Time y Rolling Stone— lo han puesto en sus portadas como el líder mundial del momento.

Ojalá nosotros tengamos la suficiente apertura para dejar tocarnos el corazón por este destacado latinoamericano que nos conoce y quiere de cerca, un hombre de Dios en la búsqueda del bien común para todos los que habitamos esta tierra común.

 

Mariana Grunefeld, periodista, vocera Fundación Voces Católicas

 

 

(Xinhua/ANSA/ZUMAPRESS)

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