Los recientes casos de colusión en grandes empresas y su impacto en la opinión pública han empujado a las autoridades a ejercer un mayor grado de vigilancia, aumentar las penas y dictar regulaciones más estrictas. El mensaje es claro: se trata de evitar el acercamiento entre competidores y defender a toda costa el interés de los consumidores.

Sin embargo, hay demandas sociales que sólo pueden satisfacerse colaborando entre competidores. En particular, en materias de sustentabilidad ambiental y social. ¿Quién podría pretender que una empresa salmonera, una AFP o una minera cambiaran, por sí solas, las percepciones de comunidades o de la sociedad en su conjunto? Asimismo, sería iluso que un gerente subiera unilateralmente los estándares de seguridad laboral en su empresa si, como resultado, queda en clara desventaja de costos frente a la competencia.

Un ejemplo muy interesante fue la industria de los detergentes en Europa. Las empresas líderes, preocupadas por la sustentabilidad y el impacto en el medio ambiente, investigaron y descubrieron que cambiando las formulaciones podían reducir significativamente el tamaño de los envases, sin sacrificar la efectividad, ni el número de lavados para el público. Con esto se disminuía el consumo de materias primas y energía en la fabricación. Se reducían los costos de transporte, las necesidades de almacenaje y de espacio en las góndolas de los supermercados. Los consumidores también salían beneficiados con envases más livianos y pequeños. Además, las nuevas fórmulas les permitirían lavar sin recurrir al agua caliente, ahorrando en sus propias cuentas de energía.

Sin embargo, los estudios de mercado identificaron un problema. Los consumidores tenían la percepción de que envases más pequeños equivalían a menos detergente y menos lavados. La percepción del valor y la disposición a pagar caía. En consecuencia, si un competidor tomaba la iniciativa unilateralmente lanzando el producto, y no bajaba el precio, perdería rápidamente participación de mercado. De la misma forma, el costo de comunicación para “convencer” al consumidor sería enorme para una sola empresa y los cambios no serían rentables.

De esta forma, y para llevar a cabo la iniciativa, los competidores decidieron colaborar lanzando los nuevos formatos de envases y formulaciones en forma simultánea. Para asegurarse de no arriesgar sus posiciones, también acordaron mantener los precios y las participaciones de mercado durante una primera etapa. Después liberarían los precios y, a partir de ese momento, volverían a ser libres de luchar por participación en un mercado ultra competitivo.

Al descubrirse el acuerdo, gracias a la auto-denuncia de uno de los competidores, la autoridad europea de la libre competencia sancionó a los otros dos con una multa de trescientos quince millones de euros por colusión. Evidentemente el acuerdo no satisfizo los estándares del regulador, pero fue también un precio bastante alto, si se considera que era algo que beneficiaba a las empresas, al igual que a los consumidores, las comunidades, y hasta los propios gobiernos.

Este episodio, ocurrido en 2011, deja una lección para nuestras empresas y nuestras autoridades. Hay que defender al consumidor y la libre competencia. Que luchen ferozmente en ese espacio. Sin embargo, también hay que dejar espacios de colaboración “pre-competitiva”. La línea divisoria entre estos mundos hay que dibujarla bajo estándares éticos estrictos, códigos de conducta conocidos  y, por cierto, la vigilante mirada de la autoridad.

 

Alfredo Enrione, ESE Business School, Universidad de los Andes

 

 

FOTO: MARIBEL FORNEROD/ AGENCIAUNO

 

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