Ocho candidatos compiten mañana por la Presidencia de la República de Chile. Si bien siempre cabe una razonable incertidumbre, todo indica que ninguno de los ocho obtendrá el 50% más uno que exige nuestro sistema democrático para ser electo; y que el próximo mandatario se definirá en un balotaje el 17 de diciembre.

La disputa real será, entonces, entre el ex Presidente Sebastián Piñera y el senador Alejandro Guillier. De acuerdo a las últimas encuestas publicadas en el país, antes del cerco que impuso una ley promulgada el año pasado (15 días antes de las elecciones), mañana el abanderado de Chile Vamos obtendría por sobre el 40% de los votos y el de la Nueva Mayoría (exceptuando a la DC) por debajo del 30%.

Es una elección particularmente determinante para el futuro de nuestro país. Por primera vez, desde el retorno a la democracia en 1990, Chile se enfrenta a dos caminos que parecen irreconciliables, en una definición precedida por años de polarización.

Las marcas registradas de Michelle Bachelet desde su regreso a La Moneda, en marzo de 2014, han sido su notoria izquierdización, con la influencia predominante del Partido Comunista en las decisiones políticas más trascendentales. Luego, un discurso inspirado en la visión de un Chile quebrado por la desigualdad, víctima de “los poderosos de siempre”. Y un plan de reformas estructurales, de especial simbolismo para una izquierda más purista y anclada en el pasado, que abandona la tradicional moderación socialdemócrata que primó en los años de la Concertación y ha impactado negativamente a la economía.

La Moneda le ha puesto especial empeño a la defensa del legado (en lo que, honestamente, me parece que ha sido la más grosera operación de propaganda e intervención electoral de la que tenga memoria en democracia). Pero la realidad que nos está legando Bachelet contrasta con tanta algarabía: desde que asumió su mandato se ha duplicado la deuda pública y se ha reducido el crecimiento a la tercera parte, poniendo a Chile en una situación desmedrada respecto del liderazgo que ostentó hasta 2013 en América Latina. Ello ha generado malestar e incertidumbre en una enorme clase media, que percibe que le han sido arrebatados espacios de libertad y de prosperidad conseguidos a través de su propio esfuerzo y mérito en las últimas tres décadas.

Por esas razones, tanto la Presidenta Bachelet como sus reformas han mantenido por más de tres años un alto rechazo ciudadano, convirtiéndose en el Gobierno con peores índices de aprobación desde 1990 (lo que ya tuvo una expresión electoral el año pasado, con los peores resultados para la izquierda en treinta años).

Lo que está juego el domingo es, por tanto, el rumbo de Chile no por los próximos cuatro años, sino más probablemente por la próxima década.

Uno es el camino que representa Alejandro Guillier, como continuador de Bachelet (“Mi misión histórica es tomar el relevo del Gobierno de nuestra Presidenta«); con su promesa de profundizar las reformas, convertir los servicios del Estado en “derechos sociales y garantizados” y poner mayores restricciones a la participación del mundo privado y de la sociedad civil en áreas como la educación y la salud. En materia económica, el candidato oficialista ha mostrado carecer de equipos sólidos y reputados, con un programa débil y, sobre todo, ambiguo, cuando arriesga en segunda vuelta el respaldo del Frente Amplio.

El otro es el camino que representa Sebastián Piñera, cuyo proyecto político busca combinar libertad, justicia, progreso y solidaridad, reimpulsar la inversión y el empleo, crear una red de respaldo para la clase media, desde el nacimiento hasta la vejez, y revalorizar el mérito como motor de superación social. A ello le suma la experiencia de ya haber presidido Chile, donde más allá de los complejos movimientos sociales de 2011, dejó un país con crecimiento a tasas históricas, creó más de un millón de empleos, rescató a los 33 mineros desde las entrañas de la mina San José y, adicionalmente, pudo conducir la reconstrucción en seis regiones del país, tras el quinto peor terremoto que se tenga registro, ocurrido el 27 de febrero de 2010 apenas 11 días antes de asumir la Presidencia.

Hay, sin embargo, una promesa aún más esencial y que es, probablemente, la que de verdad marca la diferencia entre ambos caminos. En los últimos días, que es cuando se asoma con más claridad el corazón de un proyecto presidencial, Piñera ha logrado instalar que el suyo será un gobierno de unidad. Ha dicho que su  propósito es la búsqueda de acuerdos con todas las fuerzas políticas que estén dispuestas a ser parte de ellos, para superar aquellas barreras que el país arrastra desde hace años y que nos separan del pleno desarrollo económico y humano, de una cultura de auténtica igualdad de oportunidades.

Dicho de otra manera, lo que espera el abanderado de Chile Vamos es dar el punto de partida a un ciclo nuevo, que supere de manera definitiva el quiebre que nos ha mantenido divididos durante 40 años. Si para las nuevas generaciones el eje “Dictadura-Democracia” parece ya agotado, si la polarización entre derechas e izquierdas en los últimos años sólo ha cosechado retrocesos y malas noticias, el ex Presidente Sebastián Piñera tiene hoy el liderazgo y la oportunidad de abrir un ciclo nuevo, con enormes expectativas para un Chile que espera más que la disputa entre dos bandos y que mañana va a definirse, esencialmente, entre progreso o estancamiento; entre futuro o pasado.

 

Isabel Plá, Fundación Avanza Chile

 

 

FOTO: RODRIGO SAENZ/AGENCIAUNO

 

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