La libertad de enseñanza, manifestada en la posibilidad efectiva de los padres o apoderados de elegir los establecimientos educacionales para sus hijos es una idea central del pensamiento en educación del oficialismo. Sin embargo, se desarrolla conceptualmente muy poco, lo que a veces hace que se le acuse de eslogan o incluso, de contradictorio a las políticas que impulsa dicho sector, como la ampliación de la selección en la admisión.

¿Por qué es tan importante? La razón es simple y muy profunda. Los primeros e irremplazables educadores de los niños son las familias. Las familias, en todas sus formas, educan en dos sentidos: socializan (enseñan a los niños a moverse en el mundo y sus reglas, lo que incluye cuestionarlas), y transmiten conocimiento (saberes considerados verdaderos que sirven para interpretar su entorno y lo desconocido, y darle sentido). El Estado es una creación posterior a esta organización social, por lo tanto, su rol es siempre subsidiario. Viene a complementar, enriquecer, desarrollar la enseñanza de la familia, y solo a suplir cuando ésta es inexistente.

Para elegir no basta conocer las opciones, debo saber en qué se diferencian para buscar la más afín a mi visión o propósito.

Como en este caso el Estado se inmiscuye en una materia privada (la familia) –si bien con buenas razones–, no puede hacer y deshacer a destajo argumentando “razón de Estado” o el “bien público”. Debe moverse con cuidado. Para que este conflicto entre lo privado y el interés público se alivie, es fundamental que padres y establecimientos compartan, en buena parte, un proyecto educativo. Esto se refiere a una visión educacional (es decir académica, social y moral) que inspira el ambiente donde los niños desarrollarán sus aprendizajes. Cuando alguien no puede elegir la manera en la cual se educan sus hijos, el referido conflicto entre lo privado y lo público se exacerba. Quienes tienen recursos económicos evitan esto, y se van. Quienes no tienen recursos, deben conformarse con lo que hay.

Entonces, elegir el colegio no es baladí. Pero hay un alcance: pues para elegir no basta conocer las opciones, debo saber en qué se diferencian para buscar la más afín a mi visión o propósito. Como describíamos anteriormente, la capacidad de elegir tiene que desplegarse sobre oferentes o proveedores con proyectos educativos distinguibles y diversos. Los padres deben ser capaces de identificar sus valores y lo que quieren trasmitir a sus hijos en la oferta educacional. Eso es la libertad de enseñanza. Si todos los colegios ofrecen la misma educación, no hay libertad para elegir.

Lo que busca la libertad de elección es alinear la voluntad de los padres con las de los establecimientos, por lo que la “calidad” es relativa a lo que los padres quieren para sus hijos.

En base a estas distinciones, es interesante evaluar algunas frases que han marcado el debate del proyecto de Admisión Justa. Cuando se dice “si todos los colegios fueran de calidad, no habría problema en la elección” se ignora totalmente el valor de fondo de la libertad de elegir. Primero, porque esta frase asume, pero no menciona, que para que eso resulte todos los colegios debieran ser no solo de calidad, sino de idéntica calidad. Esta es una utopía que no merece mucho comentario. Lo que busca la libertad de elección es alinear la voluntad de los padres con las de los establecimientos, por lo que la “calidad” es relativa a lo que los padres quieren para sus hijos. Siempre habrá diferencias en lo que los padres quieren, y la oferta debe reflejar aquello.

Un sistema en que los colegios seleccionan al 100% de su matrícula limita la elección de los padres, pero un sistema que asigna cupos escolares por barrio, como en Estados Unidos, la limita aún más.

Restituir la posibilidad de seleccionar, ¿impide la libertad de elegir de los padres? La respuesta no es sencilla, por eso quienes se oponen a Admisión Justa prefieren no profundizar y simplemente decir que se trata de una mentira. Descartando que los establecimientos discriminen arbitrariamente (por raza o nivel socioeconómico), un sistema en que los colegios seleccionan al 100% de su matrícula limita la elección de los padres (pero un sistema que asigna cupos escolares por barrio, como en Estados Unidos, la limita aún más). El arreglo anterior a la Ley de Inclusión funcionaba de esa manera, y solo la competencia por alumnos entregaba la posibilidad de elegir a los padres. El Sistema de Admisión Escolar (SAE) opta por el mecanismo inverso: los establecimientos no tienen ninguna posibilidad de elegir a sus estudiantes, y deben atraerlos con su proyecto educativo. Esto hace efectiva la elección de los padres, y por eso derogar el SAE de plano sería una mala idea. Pero como se comentaba previamente, la idea central de la libertad de elección es la coincidencia entre la visión educacional de un establecimiento y las familias que componen su comunidad. En este sentido, lo sano es que ambas partes tengan algo que decir respecto a si esa coincidencia existe o no.

El proyecto del gobierno busca entregar a los establecimientos un margen del 30% de su matrícula para agregar criterios que, de alguna manera, le permiten evaluar la coincidencia entre el proyecto educativo y los padres, pues hoy ese compromiso se limita a manifestar una preferencia. Así, este margen de selección por parte de las escuelas reduce la posibilidad de elegir de los padres (70% de los cupos siguen asignándose sin selección), pero aumenta la libertad de enseñanza, al permitir que educadores y educados aseguren mutuamente una visión compartida de la educación y que, como resultado, los proyectos se diferencien y se profundicen.

En momentos en que se llama a un debate de mayor profundidad, es importante no quedarse en la superficie de las consignas ni del buenismo, pues no reflejan bien por qué la Ley de Inclusión no consiguió dar cierre definitivo a esta discusión.

FOTO: MARIBEL FORNEROD/AGENCIAUNO